jueves, 7 de febrero de 2013

El pensador de Porto Amboim

Mediodía de sábado, fin de semana largo. Una tarde en la playa con Antonio Carlos en Porto Amboim. Mar de bahía, aguas tranquilas en apariencias, pero de olas cortas y profundas. Sol tropical africano. La vida social del pueblo de pescadores pasa a orillas del mar; tirado bajo el sol, uno puede observar a todo el pueblo desfilando por la arena. La misma arena finita que lleva al agua permite que dos blancos pasen desapercibidos, como camuflados entre su color claro. Paz total.

El sol perpendicular sobre nuestras cabezas; en la mejor sombra del mejor árbol frente al mar, un lugareño recostado contra el tronco contempla tranquilo el desarrollo del quebrar de las olas, mientras otro más joven duerme a sus pies, protegido por el árbol del sol del verano. A su alrededor, en típico paisaje angoleño, pilas y pilas de basura - latas, botellas, ojotas, tetrabrics, bolsas de papas fritas, platos y vasos descartables, una eventual llanta.


Atrás del árbol, una especie de auditorio abandonado, medio en ruinas. A lo lejos parece un templo de la iglesia universal. Le digo a Antonio Carlos que me encantaría transformar ese auditorio-basural en un restaurante con vista al mar. Con la cámara de mi mente, le saco una foto. En la foto el restaurante funciona, y cientos de comensales disfrutan un buen plato de mariscos mientras ojean el lento recorrido que hace el sol hasta hundirse en la línea del horizonte, de forma tal que le sigue quemando la cabeza a ustedes que leen del otro lado del Atlántico, mientras que para nosotros en Africa no es más que un recuerdo.

Paso frente al pensador y me doy cuenta que mastica de algo, quizá un pedazo de rama de árbol. En intervalos irregulares de tiempo escupe un bolo de la maderita y sigue masticando de la punta del palito. Su acólito sigue durmiendo.



En una segunda inspección me doy cuenta que la estructura que sostiene el techo de mi restaurante forma un arco que llega hasta el piso, como una red o pantalla de acero estructural oxidado y carcomido por la sal en el aire. Sin estructura que lo sostenga, el techo del auditorio-basural parece mantenerse en su lugar por la inercia de las cosas, hasta que un día la memoria de la forma que una vez tuvo se desvanezca y el techo termine por obedecer las leyes de la gravedad. Abandono mi restaurante.

Con Antonio Carlos no nos ponemos de acuerdo sobre si el tiempo en Porto Amboim transcurre más rápido, más lento o a la misma velocidad que en el resto del mundo. Decidimos no mirar el reloj. Un grupo de pre-adolescentes hace capoeira, enfrentando las olas con sus piruetas. Hace calor, pero el agua te refresca. Se puede decir que la temperatura es perfecta. Buscamos sombras, pero además del árbol del pensador todas las demás opciones están tomadas. Por la soberana basura. Nos sentamos en una esquina de ladrillos, bajo la sombra de un árbol. Prendimos un cigarrillo. A la hora de tirarlo observamos haber estado fumando en un depósito de garrafas de gas. A la sombra, eso sí.


El sol, que durante horas se posó justito arriba nuestro, parece querer acelerar el momento de bucear en el Atlántico. El pensador ya no tiene sombra, pero sigue masticando de su chicle de madera, el sol dándole en la cara. El otro, el aprendiz, sigue durmiendo pero cambió de posición. Para escapar del sol se dio vuelta. Y la tarde perfecta deja lugar a la puesta del sol perfecta. Ni una nube en el cielo. El aprendiz se levanta y saca una foto del espectáculo, pero el pensador absorbe todo inmutable.
Pueblo de pescadores, Porto Amboim no es inmune a lo que ocurre en el resto de Angola y es también un cantero de obras. Puerto, edificios, bancos, supermercados, astilleros, la mayor grua de Africa... una paz que quizá se termine, devorada por la modernidad galopante alimentada a petrodólares que promete/amenaza invadir cada aspecto de la vida del país.

P.S.: martes a la tarde, la ruta de regreso de Benguela a Luanda nos deposita nuevamente en Porto Amboim. Aprovechamos para un chapuzón recomponedor antes de seguir camino. El pensador de Porto Amboim sigue disfrutando de la mejor sombra del mejor árbol frente al mar, vigilando el decorrer de la marea mientras mastica de un pedazo de madera, inmune al cambiante mundo que lo rodea.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Che, me encantó el relato! Logró trasladarme a las playas de Porto Amboim...
Qué bueno que retomaste el Blog.
Beso enorme!
Flor

el de adentro dijo...

Flor querida!!!! No había visto tu comentario!!!! Como va todo, aprovechando las vacaciones antes de empezar????? Beso enorme, te veo a la vuelta